Palabras Preliminares - Dr. Eugenio Zaffaroni

Constitución, estatuto, una etimología común con estatuario que evoca lo pétreo, lo no mutable con facilidad. Tal es el código supremo de todo estado. En la tradición escrita es un cuerpo legal relativamente escueto que reparte el ejercicio del poder. En los estados constitucionales de derecho, todos los jueces -o un tribunal determinado- vigilan que las normas de inferior jerarquía no violen esos límites.

No obstante, el lector atento de cualquiera de esos textos -breves en comparación con los voluminosos códigos de las ramas particulares del derecho- descubrirá en sus palabras las huellas de la historia de un pueblo. En sus artículos, párrafos e incisos siempre hay rastros de sufrimientos, luchas, conflictos, es decir, las cicatrices de todo lo humano en el sendero de un pueblo hasta alcanzar ese estatuto de coexistencia.

La Constitución no es un código más, un mero texto legislativo técnico, sino un auténtico producto cultural, y así debe entenderlo el derecho constitucional que la interpreta, salvo que pretenda degradarse a una lógica normativa huérfana de humanidad y de historia.
Doscientos años de vida independiente son muchos. No somos jóvenes. Estados europeos como Italia y Alemania tienen menos años que nosotros y Estados Unidos unos pocos más. Tampoco somos culturalmente jóvenes, pues nuestras raíces son milenarias. Nuestros pueblos originarios guardan valores de muchos siglos. Más allá de la injusticia, el mestizaje gaucho pobló nuestras pampas cruzando la cultura originaria con la ibérica. La sabia apertura a todos los seres humanos que quieran habitar nuestro suelo convocó un increíble mosaico que nos dota de universalidad.

Somos el producto cultural de milenios y, en buena medida, de las exclusiones y crímenes
de la dolorosa historia de otras latitudes. Nos insertamos en una región particular, formamos parte de un continente que sufrió las peores consecuencias del avance del poder planetario, que decapitó nuestras culturas originarias y lo pobló con oleadas de desplazados y forzados, donde se sincretizan las marginaciones del mundo en un formidable proceso de interacción cuya riqueza aún no ha desarrollado toda su potencia. La paulatina integración con nuestros pueblos hermanos va acelerando su puesta en acto. Pero nuestra vida independiente no fue nada sencilla, pues desborda de hechos heroicos y también de errores y de crímenes. Los últimos no son justificables ni disculpables, pero no por ello nos está prohibido observar que su magnitud no se compara con los protagonizados en otros continentes y deplorados por toda la humanidad, en tiempos no tan lejanos.

La conciencia jurídica universal creció a impulso de horripilantes sucesos y se concretó en las normas respecto de las cuales hace dieciséis años se eliminó cualquier duda sobre su pertenencia a nuestro orden jurídico, en la única disposición de nuestra Constitución que permite su flexibilidad, como una interesantísima apertura al progreso futuro de la humanidad.

En los textos que presentamos en este volumen, el lector podrá descubrir la huella del largo camino recorrido por el contrato social de los argentinos y sus vicisitudes. Quien revise con sagacidad el original de 1853, el reformado con la reincorporación de Buenos Aires de 1860, los retoques de 1866 y 1898, la tentativa de estado social de 1949, el artículo 14 bis de la reforma frustrada de 1957 y el actual, con la reforma de 1994, verá desfilar ante sus ojos, episodios de la más dispar naturaleza pero que, para bien o para mal, viven en nosotros.

Las constituciones son códigos políticos, y los códigos -al igual que los edificios- tienen estructuras. Las hay pesadas, cuadradas, recargadas, livianas, ágiles, funcionales y también absurdas. Quien abre el libro de nuestro código supremo lo primero que encuentra es el Nos mayestático, en la antesala de un edificio de grácil factura no afectada por las reformas. Ese Nos resalta la soberanía del Pueblo, pero mucho costó llegar a un respetable nivel de ciudadanía real,
aún no del todo consumada, pues en nuestro suelo, como en todo el mundo, el deber ser normativo
nunca coincide del todo con el ser.

Como culpa histórica, pesa la distancia entre el deber ser del Nos y la real participación del Pueblo a lo largo de muchos años. No es consuelo, pero cabe observar que todos los pueblos que se dieron constituciones políticamente liberales y democráticas demoraron muchos años en acortar esa distancia y, en ocasiones, debieron vencer barreras mucho más infranqueables y plenas de pésimos prejuicios.

Demoramos muchos años en llegar a una vida constitucional discretamente serena. No debemos descargar culpas, pero tampoco ignorar las interferencias extrañas que contribuyeron a demorarla.
Nada hay en nuestras instituciones como Estado ni en nuestra cultura que nos deba avergonzar en comparación con los itinerarios de otros pueblos. Hemos llegado a una existencia institucional respetable, con sacrificio y accidentes, no tenemos mayores contradicciones que las de otras naciones a las que no se aplica el marbete de jóvenes.

Recordar los errores para no volver a cometerlos y reconocer los crímenes para reprimirlos o prevenirlos es materia inexcusable de nuestra memoria colectiva, pero nunca debemos considerarlos motivo de inferioridad ni de incapacidad frente al concierto de las naciones del mundo.

No somos superiores a nadie, pero tampoco inferiores. Nada justifica la expresión de desganada
resignación que en ocasiones cunde en algunos estratos de nuestra sociedad.

El amable lector tiene en sus manos la síntesis de la dinámica de los proyectos argentinos de coexistencia. Nuestra vida pública no es perfecta ni mucho menos, es conflictiva como lo impone la cambiante esencia de lo social, pero no padece conflictos insalvables ni tampoco de extrema y ardua solución. Cumplir doscientos años de vida independiente es una buena ocasión para reflexionar sobre nuestro presente como resultado de nuestro pasado, para abarcar nuestra historia con todas sus grandezas y bajezas, sus generosidades y mezquindades, sus aciertos y errores. Nuestro pasado es nuestro en el más puro sentido posesivo porque, aunque quisiéramos, no podríamos excluirlo de nuestro presente.

Dos siglos de vida independiente es tiempo suficiente para comprender que todo el pasado nos pertenece por igual, con lo que nos gusta y lo que nos disgusta, pues nada podemos excluir del pasado, dado que es imposible hacer que lo que fue no haya sido y somos el resultado de lo que ha sido.

No hay razón alguna para renunciar a mirar con orgullo tanto lo que nos agrada como lo que nos desagrada de nuestro pasado. Lo primero por lo general es heroico, generoso, pletórico de humanismo; lo que nos desagrada suele ser horrible, pero no podemos ni debemos suprimirlo de nuestra memoria, y tampoco podemos olvidar que en estos doscientos años la humanidad ha asistido a episodios escalofriantes, que en grandísima medida nos hemos ahorrado.

Es el momento de mirar el pasado y el presente con calma, sin que el afán por distanciarnos de la resignación nos lleve a saltar a la soberbia. Nada hay de apocalíptico, pero tampoco nos preciemos de perfectos ni inmaculados.

Toda norma establece un deber ser, o sea, un pro-yecto. El amable lector tiene en sus manos la máxima síntesis de los pro-yectos argentinos, emergentes de la imaginación de distintas épocas, vislumbrando cómo deberíamos convivir en un futuro que hoy en parte es también pasado. Por decirlo de otro modo, tiene en sus manos la recopilación de los sueños argentinos.

Llevamos doscientos años de vida independiente, ciento cincuenta y siete de vigencia constitucional, veintisiete de discreta vida constitucional sin accidentes institucionales graves y diez y seis de la última reforma. Lenta y trabajosamente, con avances y retrocesos, el soberano ha asumido su función en respetable medida; se han ido superando groseras marginaciones y exclusiones; y debemos avanzar aún más en ese sentido. El Nos mayestático debe seguir pasando del deber ser al ser.
Si renunciamos en forma definitiva a la desganada resignación y dejamos de oscilar entre ésta y la soberbia, limitándonos a un legítimo y justo orgullo, podremos comprender que la madurez de nuestros doscientos años de vida independiente nos permiten levantar la vista de los conflictos cotidianos y coyunturales y reflexionar acerca de las reglas de nuestra coexistencia, meditar sobre sus virtudes y defectos, con la mira puesta en el perfeccionamiento del pro-yecto conforme a los tiempos.

El mosaico milenario de la riqueza cultural argentina nos permite hoy abrirnos a la conciencia jurídica universal, aprender de las experiencias institucionales de otros pueblos, dejar aflorar lo mejor de nuestra creatividad, debatir con libertad, sinceridad e imaginación, aportar ideas con generosidad y no dejar pasar la oportunidad de plasmar el sueño de nuestra época, a cuyo respecto nos llega desde el pasado el reclamo insoslayable de todos los hombres y mujeres que directa o indirectamente han plasmado los sueños que hoy ponemos en las manos del lector amigo.

Sisto calamum -paro mi pluma- diría el latino, porque la quita de nuestra mano el flujo de la historia.

Dr. Eugenio Raúl Zaffaroni